JESÚS RUIZ MANTILLA 30/09/2007
Su vida quedó truncada por una injusticia. Pero la historia las contempla como una leyenda antifranquista. Son las Trece Rosas. Trece mujeres que murieron por un ideal.
Las trece rosas fueron condenadas por el asesinato del comandante Gabaldón, algo que ni por asomo cometieron
"Estoy serena y firme hasta el último momento. ero tened en cuenta que no muero por criminal ni por ladrona, sino por una idea", carta de Dionisia Manzanero a sus padres y hermanos
"Carmen de Castro era una mujer extraña, muy hombruna. De ella recuerdo sus zapatos y el pelo tirante", Carmen Cuesta
"No guardes ningún rencor a quienes dieron muerte a tus padres, eso nunca. Las personas muy buenas no guardan rencor", Carta de Cramen Brisac a su hijo Enrique
Probablemente, Virtudes González y Elena Gil hubiesen hecho una carrera política soberbia, lo mismo que Nieves Torres o Pilar Bueno podrían haber contribuido como maestras a educar generaciones de jóvenes en libertad. Quizá, Carmen Barrero y Martina Barroso, con esa maña que se daban para coser por necesidad, hubieran podido montar una casa de costura o con el tiempo una buena firma de ropa con sus amigas Luisa Rodríguez de la Fuente y Dionisia Manzanero, que cuando posaba fusil en mano traslucía una belleza dura, de mujer decidida, casi modelo de rompe y rasga. Se hubieran asociado sin dudarlo con Ana López, que había estudiado corte y confección. Joaquina López, en cambio, tenía vocación de enfermera, y Julia Conesa, gran deportista, acabaría por triunfar en la industria del turismo después de su experiencia como cobradora de tranvías, lo mismo que Adelina García, La Mulata, que tenía don de gentes. Blanca Brisac, en cambio, que nunca quebró su creencia firme en los principios de la Iglesia católica, administraba el dinero que ganaba su marido músico, Enrique García Mazas, sin estrecheces dignas de mención, y vislumbraba una vida sencilla y decente, a pesar de que las bombas no dejaban de sobresaltarla.
Lo que está fuera de toda duda es que el hijo de ambos, Enriquito, con nueve años entonces, hubiese sido mucho más feliz si no se hubiese enterado a las bravas de que a su padre, a su madre? Y a las demás? los fusilaron sin contemplaciones, ni garantías, ni juicios justos la polvorosa y sucia mañana del 5 de agosto de 1939 con el único abrigo de la tapia del cementerio del Este, hoy de la Almudena, a la espalda. "¡Y si hubieses estado tú en casa, también te habrían matado, por ser hijo de rojos!", le dijo un sádico oficialón sin miramientos al niño cuando, harto de sospechas, se lar-gó a las Salesas para preguntar por ellos, ya que sus tías se empeñaban en ocultarle el destino trágico que les había sorprendido a lo tonto, de manera injusta, como en una lotería macabra que acaba de sopetón con el sueño nebuloso de la felicidad. Pegada a la pared hay ahora una placa que las recuerda, y que resalta junto al ladrillo rojo en el que todavía se pueden percibir los agujeros de algún disparo perdido.
Ése fue el futuro truncado de las Trece Rosas, un grupo de mujeres comprometidas, muchas afiliadas a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU)
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... que, sin necesidad de conexiones entre sí y sin tener entre muchas de ellas el gusto de conocerse apenas, fueron fusiladas en grupo para hacerlas expiar un crimen, el del comandante Isaac Gabaldón; su conductor, José Luis Díaz Madrigal, y su hija Pilar, de apenas 18 años. Fue algo que jamás, ni por asomo, cometieron, y del que investigaciones posteriores señalaron como culpables a los servicios secretos de Franco. El militar, que fue sorprendido en la carretera de Extremadura por unos pistoleros mientras viajaba de Madrid a Talavera de la Reina, poseía una lista negra de rojos y masones en la que podía haber algún mando del régimen reconvertido después, quien sabe si por convencimiento o por instinto de supervivencia, a los principios del Movimiento, algo que puso a unos cuantos en alerta.
Así que pagaron justos por pecadores, y rápido, bien rápido. A las bravas y sin miramientos. Franco no iba a desaprovechar una oportunidad así para dar un escarmiento general. Detuvieron como sospechosas casi a 400 personas, por si acaso. Fue uno de los episodios más aberrantes de la historia reciente, con mensaje truculento para los enemigos del nuevo régimen implantado. Un aviso de lo más bárbaro, que no se paraba en el hecho de que varias de las sentenciadas fueran menores de edad, para dar parte al enemigo resistente entonces dentro del país de que la represión comenzaba a ir en serio.
Aquel Madrid de la resistencia, del "no pasarán", de la dignidad republicana, se transformó en una cloaca de delatores. Todos sospechaban de todos, nadie estaba a salvo de nadie. La hora de las venganzas y las revanchas había llegado. Las misas se instalaban en la calle y los falangistas obligaban a los viandantes a saludar a Franco con el brazo derecho en alto. Si a Blanca Brisac la denunciaron en el entorno de la familia de Juan Canepa, compañero de su marido, porque la creían miembro de la misma organización izquierdista que él, Carmen Cuesta tenía el peligro en casa: "A mí me denunciaron los porteros", afirma.
Así detuvieron a un puñado de las Trece Rosas.
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